el Viento y el Dragón


El dragón se elevó imponente sobre las nubes. Se detuvo un instante y lanzó un gruñido que estremeció las montañas kilómetros a sus pies. Ese alarido atrajo a la Dama del Viento: “¿por qué gritas de esa manera?”, le preguntó, a lo cual el Dragón blanco respondió: “Porque soy el Dragón más poderoso, dueño de los cielos... Y nadie puede impedirme que haga lo que se me plazca”. Y así nuevamente lanzó por sus fauces un fuerte sonido desafiando a la bella Dama. Ella, entre la lástima y la compasión que le inspiraba aquella criatura, tomó una decisión, le dijo: “Lamento hacerte esto, pero he de darte una lección” y detuvo la brisa que sostenía al inmenso Dragón, que cayó velozmente a la tierra, batiendo sus alas furiosamente sin que éstas le sirvieran de nada... El viento le había dado la espalda.

el Viento y el Dragón

23.11.08

El Templo del Tiempo

El desierto intimidaba con su extensión. Las nubes solitarias que acertaban a pasar por el cielo, rápidamente eran muertas por el calor, como si pequeños e invisibles soldados de fuego les dispararan desde las dunas de arena. Hasta donde llegara la vista, el mismo monótono y degradiente rojo dominaba el paisaje. Montañas de arena daban la impresión de cautiverio. Durante el día, la vida era un fantasma aterrador que no acertaba a ubicar en ninguna parte. El silencio del desierto era música entre tanta desolación. Plantas, animales y hasta el agua se habían congregado en los recovecos ocultos bajo las dunas para escapar del intenso calor. Arena. Sólo arena ocupaba el espacio, ejerciendo una monarquía sobre el territorio.
Algo me había llevado a ese sitio solitario y abrumador con sus cantos ocultos. Mis pies se endurecían para preservar la carne del calor. Sólo un trozo de tela protegía mi cabeza de los rayos directos del Sol. Caminante solitaria, me adentré al Im-Nara la primera Luna de Agosto. Una misión de búsqueda me exigía que llegase al centro mismo del desierto en 7 días.
Era mi cuarto día cuando comencé a darme cuenta de que la aventura no sería sencilla. Desde mi primera mañana allí, no había encontrado mayor resistencia a mi presencia que el calor sofocante durante el día, y el frío anhelado de la noche. Sin embargo, a medida que me dirigía hacia corazón de la arena, los misterios del Im-Nara comenzaron a inquietarse. Sombras, canciones hipnóticas, espejismos pusieron en peligro la continuación de mi misión, pero no podía cometer errores y seguí adelante, arrastrándome, si era necesario, con tal de seguir caminando. Así fue que la noche del sexto día ya me encontraba muy cerca de mi destino. Lo presentía en el sabor del viento, mi fiel compañera que lucho contra el poder del desierto para guiarme hacia mi lugar.
El día séptimo me despertó con sus rayos directo sobre mis ojos, cegándome al momento que osé abrirlos. Al recuperar mi visión, me hallé frente a un feroz demonio de fuego, intento desesperado porque no lograra alcanzar el centro del desierto. Luché con él, como tantos años me había entrenado para ello, y finalmente, luego de intensos momentos de batalla, logré vencerlo.
Continué mi camino sabiendo que los obstáculos sería determinantes ese día. Caminé y caminé, hasta que el medio día me obligó a detenerme y ocultarme durante una hora a que el Sol me permitiera seguir. Tomé el último agua que me quedaba, y proseguí. La tarde avanzó lentamente, y mi memoria iba abandonándome a cada paso. Serían las 5 de la tarde cuando mi vista por fin logró vislumbrar mi destino a la lejanía. Allí estaba: El templo del tiempo.
Mi corazón se contrajo abarrotado de diversas emociones, entre las que se encontraban la alegría y el miedo. Apresuré mi paso, debía de estar en el templo para cuando llegara la noche. Contar las alucinaciones, y peligros que me azotaron durante ese corto trayecto sería tiempo perdido, a todas las vencí y finalmente, cayendo el atardecer, me encontré parada frente a las escaleras del templo de Alef-Kat.
Mis rodillas tocaron la piedra caliente en señal de rendición ante el imponente Templo del Tiempo. Mi mente apenas recordaba qué me había llevado allí, y salvo pocos recuerdos de mi infancia, el resto de mi memoria se había perdido en la arena que me encerraba. Subí corriendo las escaleras, y abriendo las puertas con furia, me adentré en el Templo.
Mis ojos no esperaban ver aquella imagen. Sólo una cámara ocupaba toda la extensión, un altar en el medio que era iluminado por antorchas de fuego negro. El temor me paralizó unos minutos, pero el viento, a través de la puerta abierta, me empujó gradas abajo, hasta el altar. Mis ojos quedaron deslumbrados por el tesoro del Templo: un reloj de arena que lentamente terminaba de decantar su parte superior. Era el momento, todo recuerdo de quién era, y de dónde venía se había borrado de mi cabeza; sólo guardado por mi corazón, quedaba el recuerdo de qué había ido a hacer allí. Pocos granos de arena quedaban por caer. La noche ya había caído sobre nosotros, y por la cúpula de vidrio lograba ver la Luna, aunque no la recordaba, y las 9 estrellas mayores formando un eneágono, con el satélite en su centro, alumbrando la enorme sala.
Mi mirada estaba absorta en el Reloj de Arena, y en la caída del fino hilo de arena. Quedaban a penas unos minutos para que fuera la media noche y para que el último grano de arena cayera, entonces, yo debía cumplir el motivo que me había llevado a enfrentar los peligros de Im-Nara: Tenía que obtener el tesoro del reloj.
Los segundos pasaban lentamente, y la tensión se apoderaba de mi cuerpo: 1 minuto.
El viento comenzó a inquietarse, y azotaba los tapices que adornaban el Templo, hasta que de un golpe, la enorme puerta de metal, se cerró. Sabía que aquel viento era producto del Desierto. Quería distraerme, pero no podía dejar de actuar, mi vida valía menos que la misión. Entonces, cuando la Luna estuvo en el centro mismo de las estrellas, sucedió: El último grano cayó sobre la montaña de arena y el fuego negro se extinguió. Sin embargo, una luz emergía del mismo reloj, y el desierto entero se congregó allí dentro. El mundo entero contenido en sólo un Reloj. Pronuncié el conjuro y un rayo de luz lunar atravesó la cúpula, penetrando dentro de la reliquia y absorbiendo de su interior una hermosa piedra naranja. Eso era lo que venía a buscar, la piedra del Tiempo. En ese instante, la puerta del Templo volvió a abrirse, dando paso al espíritu del Im-Nara que venia a detenerme, pero cuando llegó al centro de la estancia ya era tarde, había huido y el reloj nuevamente corría contando el Tiempo.

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